Siete presidentes corruptos, cero confianza, miles de millones perdidos. ¿Cuándo decimos basta? La corrupción no solo frena al Perú: lo ha secuestrado. Recuperarlo depende de nosotros.
Fuente del título: Discépolo, E. S. (1934). Cambalache [Tango]. Música y letra de Enrique Santos Discépolo. Buenos Aires, Argentina.
El Perú no está destinado al fracaso, pero sí está atrapado en un ciclo de errores que lo arrastran hacia la parálisis. Lo que enfrentamos no es solo una crisis política, sino una crisis de sentido. Si no rompemos este ciclo ahora, lo aceptaremos como si fuera normal; y normalizar el desastre es el primer paso hacia algo peor.
Desde 2004, el país ha tenido siete presidentes procesados, encarcelados o envueltos en escándalos graves. La presidenta actual, según las encuestas, alcanzó el 0% de aprobación. Más de 40 partidos están inscritos, pero ninguno logra representar algo concreto para la ciudadanía. Solo hay eslóganes, promesas vacías y líderes que no lideran. El resultado es evidente: el 87% desconfía del Congreso, y el 79% considera que la corrupción es el principal problema nacional (IEP, 2025).
No es pesimismo. Es realidad.
La corrupción no solo retrasa el desarrollo: lo sabotea desde sus cimientos. En los últimos tres años, el Estado perdió 72 mil millones de soles por actos de corrupción. Ese dinero pudo servir para cerrar brechas en educación, salud y agua potable. En lugar de eso, fue a parar a redes mafiosas, obras fantasmas y cuentas privadas. En 2024, el Ministerio Público reportó más de 2 mil condenas por corrupción a todo nivel: alcaldes, gobernadores, gerentes, policías. La corrupción ya no puede medirse en términos de personas; hay que medirla en términos de sistema, porque ya no es la excepción: es endémica, es el sistema mismo el que está podrido de raíz.
Hemos naturalizado la corrupción hasta convertirla en norma… Es eso lo más grave.
Somos una sociedad posmoderna, orgullosa de vivir en el futuro de un siglo XXI tan prometido, y hemos naturalizado la corrupción hasta convertirla en norma… Es eso lo más grave. La aceptamos ahora como si fuera parte de la cultura. Como decía el tango Cambalache (Discépolo, 1934) —del que pido prestado para el título de este ensayo—: “el que no afana es un gil”, o como diríamos acá: el que no chorea es un cojudo. Ese cinismo ha cruzado el siglo bien intacto.
Hemos avanzado en tecnología, ciencia y algunos derechos, pero también hemos perdido algo esencial: el valor de la palabra, el respeto a las normas, la idea de que el bien común importa. Hoy, la mentira no indigna, sino que se asume como parte del juego. Eso mata cualquier posibilidad de reconstrucción de un país que está seriamente venido abajo y se siente derrotado.
El país necesita un cambio de fondo.
No más caudillos con frases efectistas, no más cálculos políticos ni campañas huecas; necesitamos orden, disciplina, decisiones firmes y un nuevo liderazgo. Un gobernante que no venga a imponer, sino a servir; que no prometa milagros, sino trabajo constante y honesto. Es decir, menos discursos, y más decencia.
Las cifras macroeconómicas no bastan si millones siguen sin agua, sin salud, sin oportunidades.
Las reformas deben ser profundas: hay que limpiar el Estado de privilegios y privilegiados; recuperar instituciones que funcionen, escuchen y respondan; y reenfocar la economía para que los beneficios lleguen a todos. Las cifras macroeconómicas no bastan si millones siguen sin agua, sin salud, sin oportunidades.
¿Por qué no pensar en un nuevo enfoque de desarrollo? Países como Bután han adoptado el Índice de Felicidad Nacional Bruta (FNB), que mide no solo cuánto produce una nación, sino cómo vive su gente. Este modelo incluye bienestar psicológico, salud, educación y cohesión social. Podríamos aprender de eso. No se trata de romantizar, sino de repensar nuestras prioridades.
No se trata de romantizar, sino de repensar nuestras prioridades.
También urge dejar atrás la falsa división entre “derecha” e “izquierda”. Regresando al lenguaje tanguero: hay que cortar ya con esa vieja milonga, ese viejo cuento que mantiene al votante pensando que esto es como escoger camiseta de fútbol. Son etiquetas gastadas. Hoy, los bordes están más difusos que nunca: ni todos los que se dicen “de izquierda” defienden a los pobres ni todos los que se llaman “de derecha” promueven eficiencia ni transparencia. Ya no hay bloques ideológicos claros, sino políticos que comparten algo más preocupante: discursos populistas y las manos metidas en el arca común. Aquí todos juegan para su propio equipo.
En la realidad, ni todo el mercado resuelve ni todo debe ser controlado por el Estado; lo que se necesita es equilibrio: que los empresarios generen riqueza y que el Estado garantice que esa riqueza beneficie a todos.
No es una utopía. Es una urgencia.
Romper el ciclo no es un ideal lejano ni tampoco nos convendría que lo fuera. Un cambio debe ocurrir ¡AHORA!
Dicho cambio empieza por una decisión personal: dejar de aceptar lo inaceptable. La política no se va a arreglar sola: es una tarea de todos. Participar no es solo votar cada cinco años, sino proponer, vigilar, exigir, fiscalizar también. La política no es un estado natural: es la manera cómo los seres humanos hemos aprendido a convivir y no matarnos los unos a otros colgados de los árboles. Si la dejamos en manos de unos pocos, luego no nos puede sorprender que esta beneficie a dicha minoría.
¡Basta de administrar el colapso!
Perú en el 2026 puede ser un punto de inflexión —o puede ser más de lo mismo. Todo depende de lo que hagamos ahora. ¡Basta de administrar el colapso! Es hora de construir un país que no nos haga elegir entre sobrevivir y soñar; un país que, por fin, merezca nuestra confianza; un país que nos devuelva la esperanza.
De lo contrario, habrá que actualizar la letra del tango, y rezar que, cuando lo escuchen nuestros nietos y bisnietos, ya no puedan reconocerse en esa misma denuncia amarga que hoy, casi un siglo después de su estreno en plena Década Infame en la Argentina, todavía describe nuestra realidad peruana con inquietante precisión.
Comentarios recientes