Extractos del libro La Fábrica de Presidentes de Alejandro Pucci, Consultor de imagen política, analista y especialista en manejo de crisis.
Contribución editorial de Alessandro Pucci M.
Eran las 3 a.m. en Lima. La ciudad dormía. Yo no. Tampoco mi teléfono. Un mensaje de texto encendió la pantalla. En aquel entonces no había ni WhatsApp ni fotos de perfil ni notificaciones al ritmo del último hit de K-Pop, solo una vibración anónima, el resplandor verde y unos burdos caracteres de calculadora: “1 mensaje recibido”. Era de El Cliente.
No había explosiones ni escándalos en marcha, pero algo mucho más grande se avecinaba. Entonces era febrero de 2004; y esta es la historia (hasta ahora no contada) de cómo se anticipó el colapso político del Perú… y de cómo se diseñó, desde cero, el perfil del próximo presidente.
La llamada
Llenando toda la pequeña pantalla, un mensaje telegráfico pero lleno de significado: “necesito urgente analisis situacion politica peru hoy”.
Sin conectores. Sin cortesías. Sin contexto. Solo la urgencia cruda del poder.
Habrán sido las 9 de la mañana en donde sea que El Cliente estuviera, pero sin duda no esperaba inmediatamente mi llamada; no obstante, guiado por ese instinto que tantas veces me ha advertido que algo importante está por suceder, marqué su número. Así comenzó todo.
Cuando no hay candidatos, nace un perfil
En el 2004 el Perú era una olla a presión. Alejandro Toledo se desplomaba con un 7% de aprobación. Su partido no era más que un cascarón sin ideología ni cuadros. El escándalo, la corrupción, el desgobierno y el miedo inundaban cada rincón del sistema.
El pueblo no solo había perdido la fe en los políticos; había perdido la fe en el sistema mismo. Y cuando eso ocurre, surgen los caudillos, los outsiders —o los monstruos. El país estaba al borde del abismo.
El Cliente estaba harto de la situación, me dijo. Había invertido dinero en varios candidatos cara a las siguientes elecciones sin ver rumbo claro. Quería saber si alguno tenía futuro.
Yo había estado trazando líneas y extrapolando los probables desenlaces, algo más parecido a la labor de un topógrafo que a la del oráculo, y le respondí que ninguno: no veía a un solo líder capaz de responder al clamor silencioso del Perú.
Eso no era lo que quería oír, sin duda alguna. La falta de candidato viable es algo que el Perú conoce muy bien pero no por eso nos gusta enfrentar la jornada electoral con las manos vacías.
No todo está perdido, le dije, antes de que cunda la derrota. Le ofrecí una opción no ortodoxa en un país con una clase política anquilosada de décadas: ¿Y si creamos uno? Le planteé lo que muy pocos políticos se atreven a preguntar: ¿Cuál es la imagen del presidente que el pueblo sueña? No se trata de marketing ni de promesas huecas, se trata de leer lo no-dicho, lo que el país siente, aunque no lo verbalice, y luego proyectarlo al futuro, encontrar a la persona indicada para acompañar ese sueño hasta el alba.
La metodología y el perfil que el país pedía
Ya lo mencioné: mi trabajo no es predecir el futuro, sino leer las olas antes de que revienten; ayudar a mis clientes a surfearlas para evitar que se ahoguen en ellas.
Tomando al Perú como cliente en eterna zozobra, con un equipo que incluía sociólogo, psicólogo y antropólogo, analizamos el momento. No las encuestas, evidentemente, que quien las paga ordena… sino que nos sumergimos en prensa, discursos, la voz de la calle, el lenguaje no verbal. Y la conclusión fue clara:
Como sospechamos, el próximo presidente del Perú aún no existía en la política, pero el perfil ya estaba latente en el inconsciente colectivo… y era de terror. Cualquier revolucionario, radical o incluso pro-terrorista encajaba en ese perfil.
Todo este análisis no hubiera sido más que un ejercicio vano, o al menos solo académico, si no produjera un perfil claro del candidato con el cual, por decirlo así, pudiéramos salir a buscar a nuestro (entonces) hombre —a alguien que responda al clamor sin ser un peligro; alguien que fuera, al fin y al cabo, inocuo.
¿Quién era, entonces, nuestro candidato “de ensueño”?
- Un outsider
- Caudillo paternalista
- Carismático y directo
- De rostro popular y lenguaje de cuartel
- Radical, pero no violento
- Un símbolo del hartazgo nacional
Es decir, un militar retirado, un rebelde, un “protector” enfurecido con el sistema. El país no buscaba un gobernante ni de derecha ni de izquierda (tema que es muy ajeno a la gran mayoría), buscaba un vengador.
“Fabriquemos” un presidente
En respuesta a mi pregunta, El Cliente me lanzó otra, la pregunta que cambiaría todo, que sacaría nuestro ejercicio de lo puramente académico: “¿Cómo propones solucionarlo?”
Mi respuesta fue directa: “Tú tienes los medios para ello: construyamos un candidato que encarne ese perfil… sin ser un peligro. Un diseño estratégico, no para manipular la democracia, sino casualmente para salvarla del abismo.”
Así iniciamos la caza, la búsqueda, no entre los rostros conocidos, sino entre los olvidados por las portadas de los diarios. Me adentré en ellos, en la página 24, busqué en la letra chica, en esos espacios con formas insólitas que claramente eran huecos entre los anuncios de pócimas amorosas y obituarios. Y, ahí, apareció un nombre:

Ollanta Humala.
El nombre mismo cargaba peso histórico-popular. Era un exmilitar que se había rebelado contra Fujimori. Con pasado limpio. Con historia. Era un héroe fugaz… pero entonces tenía potencial para ser mucho más.
Pero estaba la sombra del hermano, Antauro. Contacté con él. Tenía su nombre y número escritos en una hoja rayada legal. Debajo, las anotaciones resultantes de mi análisis: “Un fanático. Duro. Muy peligroso.”
Un jueves, sentados en el café Haití de Miraflores, me miró a los ojos con una severidad militar y me dijo con frialdad: “Mi hermano no tiene futuro político. El que lo tiene soy yo.”
Sabía que era una bomba de tiempo. Pero también sabía que Ollanta era distinto. En su hoja, debajo de su contacto, había anotado: “Más reservado. Más pensante. Más moldeable.”
Unas semanas después Antauro tomaría una comisaría por la fuerza, resultando en 6 muertos, 4 de ellos policías… La bomba había estallado. Pero Ollanta, ajeno al acto, quedó libre de culpa. El camino estaba abierto.
Lo localicé. Accedió a reunirse conmigo, sin saber en realidad para qué. Me presenté:
“Soy Alejandro Pucci, Consultor de imagen política, analista y especialista en manejo de crisis. ¿Quieres ser el próximo presidente del Perú?”
Me miró en silencio. Desconfiado. Dudó. No era un político: era un militar cansado. No sabía qué pensar. Pero planté la semilla.
Semanas después, sonó mi teléfono: “Te habla Ollanta. Estoy interesado en dar el gran salto.”
Y, así, el futuro cambio del Perú quedó cimentado por una segunda llamada (aunque, esta, a una hora más decente).
El experimento
Diseñar un líder es volverse especialista en el arte de la percepción. La política no se trata de verdades; se trata de percepciones. Si pareces fuerte, eres fuerte. Si pareces corrupto, eres corrupto. Suena reductivo, pero es así. Y lo reconocían ya los romanos: la mujer del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo.
Y eso fue lo que construimos: una percepción poderosa, creíble, emocional, basada en aquel profundo análisis realizado.
El pueblo no quería técnica: quería justicia, quería orden, quería un rostro que sintiera como ellos, hablara como ellos, y los defendiera como nadie. Este rostro fue el experimento presidente Ollanta Humala.
Durante meses, diseñamos su imagen, discurso, estrategia. Tomó clases de dicción, de postura. ¡Elegimos estratégicamente hasta qué color de camisa debía usar para llegar a su público! Creamos al candidato perfecto para un país en crisis.
No era manipulación: era la respuesta al clamor popular; y era para evitar que un Antauro, en vez, surgiera como la respuesta a él. Si el Perú iba a parir un caudillo, nos aseguramos de que fuera el caudillo correcto. La intención no era que la mujer del César solo pareciera…, sino, como bien dice el dicho original: la idea era que lo fuera.
La intención era darle al Perú el líder que incluso el Perú mismo no sabía —de manera consciente, al menos— que necesitaba. Y como cualquier remedio vital, a veces hay que “pintarlo lindo” para animarse a tomarlo.
Epílogo: ¿Y qué si no lo hubiéramos hecho?
Años después, aún me hago esa pregunta.
Con el diario del lunes, cualquiera opina. Pero es imposible tirar para atrás y jugar de nuevo la partida a ver cómo caerían las cartas otra vez. De todas formas, es un ejercicio intelectual interesante: y si no hubiéramos actuado, si no hubiéramos hecho nada, ¿quién habría llenado el vacío?
Si algo nos enseñó esa experiencia es que el poder no tolera vacíos: los llena a como dé lugar. La única pregunta tangible aquí es quién y con qué propósito. Quizá el país habría caído en manos de un caudillo extremo, de un destructor sin frenos… o de un pelele más, incapaz y negligente, respondiendo a intereses ajenos, y ahora estaríamos igual o peor.

Quizá. Quizá. Lo cierto es que, en ese febrero de 2004, no había ninguna alternativa mejor. En un escenario donde no había liderazgos ni opciones, lo peor no era equivocarse de hombre, lo peor era no hacer nada. El Perú exigía un rostro que encarnara el hartazgo y la esperanza. No se trataba de fabricar un salvador, sino de dar cauce a un clamor que ya estaba en las calles y que, tarde o temprano, iba a encontrar una voz. Nosotros ayudamos a darle forma.
El poder no se hereda: se construye. Y en tiempos de crisis, el liderazgo no es casualidad: es necesidad, respuesta, responsabilidad. La nuestra entonces fue cumplir un claro cometido: sacudir a una política anquilosada y devolverle al pueblo un lugar en el centro de la conversación. La irrupción del caudillo peruano no resolvió todos los problemas del país, pero obligó a reordenar el tablero político, a abrirle espacio a los olvidados, a romper el monopolio de una clase dirigente que hablaba sola y para sí misma.
El tiempo, como siempre, reveló las sombras de aquel proyecto, la fragilidad eterna del poder. Pero esas sombras no borran la luz del momento en que el Perú necesitaba una sacudida… y la tuvo. El Perú, por un momento, recuperó el derecho a soñar con un líder propio. El sueño fue breve, quizás, fue incompleto, pero fue real. Y, como todo sueño colectivo, inmortalizado en el tiempo, aún hoy, septiembre del 2025, sigue latente, esperando al próximo rostro, al próximo caudillo, al próximo intento. El sueño de un Perú que aún puede volver a ser.
Comentarios recientes